lunes, 13 de abril de 2020

Heroínas del segundo izquierda


Anoche mientras dormía, cumplí catorce años y también mi cuarto día de retraso. Me gustaría contárselo a la asistente social, a la maestra, pero nadie pasa por aquí por la dichosa cuarentena. No serán servicios esenciales. Se lo hubiera contado a cualquiera que me hubiera cogido la llamada de urgencia, si hubiera llamado, si hubiera tenido un teléfono a mano.

Este confinamiento, este encierro en vida guardando un secreto como el mío se hace aún peor y pienso que soy una heroína por callar, por aguantar y quiero creer que todo pasará pronto y que, con un poco de suerte, Adrián el de la Pascuala, un muchacho decente pedirá mi mano pronto y podré salir de esta mazmorra, aunque realmente sé que sólo soy una niña cobarde, incapaz de levantar la voz o hacer alguna cosa que pudiera enfadarlo. No sé qué sería capaz de hacer. 

Lloro al ver en la televisión como la gente aplaude y no sé exactamente el motivo, imagino que me aplauden a mí, hoy es por mi cumpleaños y por mi esfuerzo por salir adelante, pero en este barrio esas cosas no suceden. Aquí no hay aplausos en las ventanas, ni pasa la policía, y las ambulancia se parecen más a un coche escoba que va retirando a los yonquis de las calles.

La primera vez sucedió hace algo más de un mes, aún se podía salir a la calle, los bares seguían abiertos y él los recorría todos antes de volver a casa. No se quitó ni la chaqueta negra de pana gruesa - que lleva siempre, haga frío o calor,- inundada en coñac, me puso a cuatro patas y cuando se desfondó persiguió a mi madre hasta dejarla inconsciente. Las demás veces prefiero no recordarlas.

No he tenido ningún regalo y el día ha seguido la rutina habitual. Ordené mi cuarto, llevé, como pude, a mi madre a su cama, recogí las botellas vacías, limpié los vómitos esparcidos por el suelo y guardé en la cajita de nácar las bolsitas de caballo. Lo que más me costó fue echar a los dos extraños que había traído mi madre en plena borrachera. Si él hubiera llegado, probablemente les hubiera rajado el pecho y hubiera tirado los cuerpos por el balcón- aunque hacía ya varios días que no aparecía por casa- y aquí nada hubiera pasado. Aquí hay otra ley, otras normas, sin mascarillas, aquí el virus de la televisión no tiene cojones a cruzar la calle principal.

Pensando en estas y otras cosas, en menos de una hora la casa relucía . Era miércoles, día de colada, así que puse en una bolsa grande de basura toda la ropa sucia y bajé a la lavandería. Un local cochambroso con lavadoras oxidadas que por unas monedas te quitan el marrón. No había cola solo mi vecina Sarini, "La Cara Cortá", con la barriga cada vez más grande, y su madre, "La Piruja", de la que decían que se había cargado a sus dos maridos y a un novio de su hija con una faca, sin temblarle un pelo. Me saludaron y no pararon de hablar en voz baja.

Sarini, a mitad del centrifugado me preguntó algo sobre mi padre. La gente en el barrio no la mira a la cara, la cicatriz que arranca en el labio y le recorre la mejilla impresiona, pero a mí no me da miedo y más, desde que supe que era otra víctima de mi padre. Sentía por ella una mezcla de asco, al imaginar que ese hijo que esperaba fuera de él, y pena. Pena por ella porque sabía lo que le esperaba, y le dije que no sabíamos nada de él desde hacía unos días.

Su madre se acercó y mirándome fijamente a los ojos me dijo que mejor, que era un malnacido, y que mejor muerto. Estas últimas palabras resonaron en el silencio que surgió de repente al pararse al mismo tiempo todas las lavadoras.

Las dos empezaron a recoger la ropa y al pasar las prendas al capazo cayó al suelo, de entre las sábanas, la chaqueta negra de pana gruesa, manchada con sangre. En cierto modo, ellas eran para mí las verdaderas heroínas del barrio, las que quizás nos han liberado del virus, las tres nos miramos cómplices y yo volví a manchar. Antes de salir me lavé bien las manos, aunque sólo fuera por protegerme.



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