Como todos, ella también había sido persona antes
que víctima. Había disfrutado de una vida feliz a ratos. Nadie la maltrató en
su infancia y recibió una educación basada en los principios que acompañan al
ser humano por el hecho de serlo. Aprendió pronto que leer le apasionaba y más
aún contar historias y escribirlas.
Consiguió lápices y pequeñas libretas en la
escuela donde comenzó a relatar las curiosas vidas de sus familiares, pero los
soldados se lo prohibieron.
Año después, con una vieja máquina de escribir, llenó
papeles de historias de su país, de su mundo y de otros mundos que descubrió
entre los libros. Había héroes y villanos, locos enamorados y amantes
despechados, pero la guerra destruyó su casa y sus manuscritos quedaron
convertidos en cenizas.
En el hospital donde fue atendida durante meses
le permitieron usar un ordenador. Internet, redes sociales, escribir y guardar
sus cuentos, pero los cortes de electricidad y el fuego amigo terminaron con
todo.
Ha pasado el tiempo, y cada mañana, se levanta,
sale de su maltrecha tienda y con la espalda apoyada en la alambrada dicta
despacio nuevas historias a una voluntaria que ayer recogía en su nombre un
prestigioso premio literario.