El bate, «¡Eso,
bate!», se le resbalaba de las manos pringosas por el aceite lubricante, pero de un golpe
certero hizo estallar la pantalla de
plasma rompiendo en mil pedazos el reflejo de su desnudez y la de su improvisada
amante. Al otro lado, se escuchaba el jadeo mucoso que le pedía más, que no
parara y que lo mirara fijamente a los ojos
« ¡Esta ciudad pertenece a las alimañas! » y con otro golpe diestro, ya
sin testigos, por puro placer, tiñó de sangre el rostro amordazado de la chica.