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domingo, 10 de mayo de 2020

Un señor que corre



Cuando Marian se levantaba, la abuela llevaba ya un buen rato en el balcón con la mirada perdida en el cielo y el móvil, que casi no sabe usar, entre las manos temblorosas. “Que está bien, que de momento, ha tenido suerte” repite la abuela en cada llamada.
Suerte porque el destino quiso, que antes de que estallara el cataclismo, viajara a casa de su nieta Marian para ayudar a su madre, que estaba a pocos días de dar a luz y eso, según mamá, le ha salvado. Su abuelo, no pudo acompañarla, alguien debía quedarse al frente del puesto del mercado.
“Abuela, si es niño, lo llamaremos Cataclismo”
No entendía muy bien qué significaba cataclismo, pero a Marian le gustaba el sonido de esa palabra, y el tono dramático con el que la pronunciaba su padre, cuando hablaba con la televisión, porque su padre hablaba y mucho con los señores y señoras que aparecían en televisión y sin conocerlos, y como regañando a todos. En los últimos días, sobre todo, hablaba con expertos y de bichos. Su madre suele decir que le afecta el olor a lejía.
Bichos si es una palabra que conocía. Le gustaban los bichos, pero expertos aunque la escuchó cientos de veces, ni siquiera pudo dibujarla y su padre, cuando le preguntaba, sólo le decía que eran personas que sabían mucho o nada, de muchas o de ninguna cosa.
Su madre terminaba por apagar la televisión y esconder el mando a distancia y miraba a papá y después giraba la cabeza hacia el balcón y él entonces, se acercaba a la abuela y le preguntaba cosas: que cómo estaba, que si quería un refresco, o un vaso de agua fría, o si quería que la acompañase por la tarde a dar un paseo.
“Alguien, algún experto, probablemente, les había dado permiso para salir después de mucho tiempo” pensó Marian, pero su abuela no se movía de la silla y apenas dejaba el balcón o de mirar al cielo.
El que no tuvo suerte fue el abuelo, su padre le contó que le había picado un bicho de los que hablaban en televisión, un bicho pequeño, con corona y mucho veneno dentro. “No le cuentes esas cosas a la niña”, decía su madre y su papá entonces se enfadaba, pero sólo un poco, como un experto y ella dibujaba algo parecido a pequeños insectos con coronas como reyes de un universo fantástico.
Marian imaginaba el puesto del mercado vacío y preguntaba a su abuela, si alguien se ocuparía de la fruta, de dejarlas brillantes y bien colocadas…y su abuela apretaba el teléfono y soltaba algunas lágrimas que limpiaba con rapidez.
—Cuando sea mayor trabajaré en el puesto y así tú y el abuelo podréis descansar, pero debe ser nuestro secreto —susurró a su abuela —, como las monedas que le lanzamos al señor que corre. ¡Ay! Si mamá se entera de que le ayudamos…
A Marian tener secretos le gustaba mucho. Mucho más que las trufas que su madre hacía en el robot. “Estas trufas son una alhaja” decía su padre mientras dejaba caer sobre ellas una fina lluvia de virutas de chocolate. Alhaja es otra palabra que le encantaba. Cataclismo y alhaja. Llamaría a su nuevo hermano Cataclismo, decidido, así podría dibujar esa palabra,  y a su perro, el que le han prometido, lo llamará Alhaja, pero de momento, lo mantendrá todo en secreto, como el que guarda con su abuela sobre el hombre que corre y hace trucos, ese que dice la abuela que le recuerda al abuelo cuando era joven.
Esa mañana la abuela parecía más decaída que de costumbre
-¿Abuela porqué miras hoy tan triste al cielo?
-Porque espero un milagro, hija, un milagro. —Le respondió.
Tampoco conocía esa palabra, la abuela debía referirse a la magia que todos los días hacía frente a su casa el señor que corría. Su abuela siempre decía que le parecía un milagro que aquel hombre no estuviera ya encerrado. “Pero, es que corre como un galgo”. Le hubiera preguntado a su padre, como experto, pero era un secreto que debía guardar.
Las dos se quedaban mirándolo siempre que aparecía, la abuela le lanzaba algunas monedas y a Marian, su magia, o su milagro, la dejaban con la boca abierta, como en un cataclismo. El señor que corría llegaba todas las mañanas, giraba el cuello a un lado y a otro, lo estiraba, miraba a la abuela que le guiñaba un ojo y entonces empezaba a sacar cosas de su mochila.
Un día sacó montones de rollos de papel higiénico, pura magia,  para Marian y su abuela, un milagro, porque no podían caber tantos rollos en aquella mochila tan pequeña. Y cuando menos lo esperabas, la abuela tosía y él se lanzaba como un rayo a su deporte favorito, el maratón.
Otro día, se quedó mirándonos un buen rato, hasta que la abuela levanto el pulgar y el hombre puso la mochila boca abajo y volcó sobre la acera un montón de mascarillas, como las que se ponen los expertos. En segundos, estaba rodeado y no hubiera quedado ninguna, si no hubiera salido disparado como el viento.
“Es verdad abuela que corre como un galgo”.
Hoy al atardecer ha vuelto, sigue con sus números de magia, con sus milagros y esta vez saca de la mochila varios perritos, Marian corre a decirlo a su padre, quiere uno marrón, es precioso, es una alhaja, le dice.  De pronto, todo el mundo en las ventanas aplaude, Marian también, piensa que hasta hoy ha sido, con mucha diferencia, el mejor número, aunque el verdadero milagro sería que de pronto sorprendiera a la abuela y le alegrara el día sacando al abuelo del fondo de la mochila.

lunes, 13 de abril de 2020

Heroínas del segundo izquierda


Anoche mientras dormía, cumplí catorce años y también mi cuarto día de retraso. Me gustaría contárselo a la asistente social, a la maestra, pero nadie pasa por aquí por la dichosa cuarentena. No serán servicios esenciales. Se lo hubiera contado a cualquiera que me hubiera cogido la llamada de urgencia, si hubiera llamado, si hubiera tenido un teléfono a mano.

Este confinamiento, este encierro en vida guardando un secreto como el mío se hace aún peor y pienso que soy una heroína por callar, por aguantar y quiero creer que todo pasará pronto y que, con un poco de suerte, Adrián el de la Pascuala, un muchacho decente pedirá mi mano pronto y podré salir de esta mazmorra, aunque realmente sé que sólo soy una niña cobarde, incapaz de levantar la voz o hacer alguna cosa que pudiera enfadarlo. No sé qué sería capaz de hacer. 

Lloro al ver en la televisión como la gente aplaude y no sé exactamente el motivo, imagino que me aplauden a mí, hoy es por mi cumpleaños y por mi esfuerzo por salir adelante, pero en este barrio esas cosas no suceden. Aquí no hay aplausos en las ventanas, ni pasa la policía, y las ambulancia se parecen más a un coche escoba que va retirando a los yonquis de las calles.

La primera vez sucedió hace algo más de un mes, aún se podía salir a la calle, los bares seguían abiertos y él los recorría todos antes de volver a casa. No se quitó ni la chaqueta negra de pana gruesa - que lleva siempre, haga frío o calor,- inundada en coñac, me puso a cuatro patas y cuando se desfondó persiguió a mi madre hasta dejarla inconsciente. Las demás veces prefiero no recordarlas.

No he tenido ningún regalo y el día ha seguido la rutina habitual. Ordené mi cuarto, llevé, como pude, a mi madre a su cama, recogí las botellas vacías, limpié los vómitos esparcidos por el suelo y guardé en la cajita de nácar las bolsitas de caballo. Lo que más me costó fue echar a los dos extraños que había traído mi madre en plena borrachera. Si él hubiera llegado, probablemente les hubiera rajado el pecho y hubiera tirado los cuerpos por el balcón- aunque hacía ya varios días que no aparecía por casa- y aquí nada hubiera pasado. Aquí hay otra ley, otras normas, sin mascarillas, aquí el virus de la televisión no tiene cojones a cruzar la calle principal.

Pensando en estas y otras cosas, en menos de una hora la casa relucía . Era miércoles, día de colada, así que puse en una bolsa grande de basura toda la ropa sucia y bajé a la lavandería. Un local cochambroso con lavadoras oxidadas que por unas monedas te quitan el marrón. No había cola solo mi vecina Sarini, "La Cara Cortá", con la barriga cada vez más grande, y su madre, "La Piruja", de la que decían que se había cargado a sus dos maridos y a un novio de su hija con una faca, sin temblarle un pelo. Me saludaron y no pararon de hablar en voz baja.

Sarini, a mitad del centrifugado me preguntó algo sobre mi padre. La gente en el barrio no la mira a la cara, la cicatriz que arranca en el labio y le recorre la mejilla impresiona, pero a mí no me da miedo y más, desde que supe que era otra víctima de mi padre. Sentía por ella una mezcla de asco, al imaginar que ese hijo que esperaba fuera de él, y pena. Pena por ella porque sabía lo que le esperaba, y le dije que no sabíamos nada de él desde hacía unos días.

Su madre se acercó y mirándome fijamente a los ojos me dijo que mejor, que era un malnacido, y que mejor muerto. Estas últimas palabras resonaron en el silencio que surgió de repente al pararse al mismo tiempo todas las lavadoras.

Las dos empezaron a recoger la ropa y al pasar las prendas al capazo cayó al suelo, de entre las sábanas, la chaqueta negra de pana gruesa, manchada con sangre. En cierto modo, ellas eran para mí las verdaderas heroínas del barrio, las que quizás nos han liberado del virus, las tres nos miramos cómplices y yo volví a manchar. Antes de salir me lavé bien las manos, aunque sólo fuera por protegerme.