Con esa exactitud tan característica de la
ciencia elegí meticulosamente
los ingredientes.
No consulté manual
alguno ni busqué por Internet aquellos que podían ser mortales con sólo
inhalarlos.
Puse agua a hervir y al
mismo tiempo, a fuego lento, maquiné un sofrito rabiosamente picante que ocultaría el
verdadero sabor de la muerte bajo la capa de guindillas, vertí una lluvia de
granos de arroz sobre el puf puf humeante, aparté el caldo con colorante y lo
añadí lentamente, coloqué la paellera en el centro del fuego para que el calor
se repartiera de manera equilibrada.
Veinte minutos y todos
tendrían en sus labios el sabor acre de la muerte.
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