Mientras suelto las pastillas en las hierbas altas de
la terraza del restaurante nos miramos fijamente. Meses de lucha, esfuerzos y
sacrificios se tambaleaban pero ya estaba tomada la decisión: ¡Me comería hasta
el rabo! ¡Empezaré la dieta mañana!
Lo último que recuerdo es al camarero partiendo el cochinillo con
el plato y a mi tumbado. Alguien me aflojaba el nudo de la corbata y trataba de
reanimarme.
Ese día la dieta dictaba para comer hojas de té sueltas y mucha
agua.