Anoche mientras dormía, cumplí catorce años y también mi
cuarto día de retraso. Me gustaría contárselo a la asistente social, a la
maestra, pero nadie pasa por aquí por la dichosa cuarentena. No serán servicios
esenciales. Se lo hubiera contado a cualquiera que me hubiera cogido la llamada
de urgencia, si hubiera llamado, si hubiera tenido un teléfono a mano.
Este confinamiento, este encierro en vida guardando un
secreto como el mío se hace aún peor y pienso que soy una heroína por callar, por
aguantar y quiero creer que todo pasará pronto y que, con un poco de suerte, Adrián el de la Pascuala, un muchacho
decente pedirá mi mano pronto y podré salir de esta mazmorra, aunque realmente sé
que sólo soy una niña cobarde, incapaz de levantar la voz o hacer alguna cosa
que pudiera enfadarlo. No sé qué sería capaz de hacer.
Lloro al ver en
la televisión como la gente aplaude y no sé exactamente el motivo, imagino que me aplauden a mí, hoy es por mi cumpleaños y por mi esfuerzo por salir
adelante, pero en este barrio esas cosas no suceden. Aquí no hay aplausos en las ventanas, ni
pasa la policía, y las ambulancia se parecen más a un coche escoba que va
retirando a los yonquis de las calles.
La primera vez sucedió hace algo más de un mes, aún se podía
salir a la calle, los bares seguían abiertos y él los recorría todos antes de
volver a casa. No se quitó ni la chaqueta negra de pana gruesa - que lleva
siempre, haga frío o calor,- inundada en coñac, me puso a cuatro patas y cuando
se desfondó persiguió a mi madre hasta dejarla inconsciente. Las demás veces
prefiero no recordarlas.
No he tenido ningún regalo y el día ha seguido la rutina habitual.
Ordené mi cuarto, llevé, como pude, a mi madre a su cama, recogí las botellas
vacías, limpié los vómitos esparcidos por el suelo y guardé en la cajita de
nácar las bolsitas de caballo. Lo que más me costó fue echar a los dos extraños
que había traído mi madre en plena borrachera. Si él hubiera llegado, probablemente
les hubiera rajado el pecho y hubiera tirado los cuerpos por el balcón- aunque
hacía ya varios días que no aparecía por casa- y aquí nada hubiera pasado. Aquí
hay otra ley, otras normas, sin mascarillas, aquí el virus de la televisión no
tiene cojones a cruzar la calle principal.
Pensando en estas y otras cosas, en menos de una hora la
casa relucía . Era miércoles, día de colada, así que puse en una bolsa grande
de basura toda la ropa sucia y bajé a la lavandería. Un local cochambroso con
lavadoras oxidadas que por unas monedas te quitan el marrón. No había cola solo
mi vecina Sarini, "La Cara Cortá", con la barriga cada vez más grande, y su madre, "La Piruja", de la que decían que se había cargado a sus dos maridos y a un novio
de su hija con una faca, sin temblarle un pelo. Me saludaron y no pararon de
hablar en voz baja.
Sarini, a mitad del centrifugado me preguntó algo sobre mi
padre. La gente en el barrio no la mira a la cara, la cicatriz que arranca en
el labio y le recorre la mejilla impresiona, pero a mí no me da miedo y más,
desde que supe que era otra víctima de mi padre. Sentía por ella una mezcla de
asco, al imaginar que ese hijo que esperaba fuera de él, y pena. Pena por ella
porque sabía lo que le esperaba, y le dije que no sabíamos nada de él desde
hacía unos días.
Su madre se acercó y mirándome fijamente a los ojos me dijo
que mejor, que era un malnacido, y que mejor muerto. Estas últimas palabras resonaron
en el silencio que surgió de repente al pararse al mismo tiempo todas las
lavadoras.
Las dos empezaron a recoger la ropa y al pasar las prendas al
capazo cayó al suelo, de entre las sábanas, la chaqueta negra de pana gruesa, manchada con sangre. En cierto modo, ellas eran para mí las verdaderas heroínas
del barrio, las que quizás nos han liberado del virus, las tres nos miramos cómplices y yo volví a manchar. Antes de salir
me lavé bien las manos, aunque sólo fuera por protegerme.